El síndrome de Moussambani
24/05/2017

El síndrome de Moussambani (8 meses, 36 semanas)

Por Gloria Bayo

Siempre me había parecido que la forma de expresar las condenas de cárcel se asemejaba mucho a la manera en que se ‘miden’ las fases de un embarazo e incluso la edad de los bebés, hasta cuando han cumplido ya su primer año.

Frases como «Estoy de 27 semanas» o «Nuestro hijo tiene 20 meses» me obligan todavía a dedicar algunas milésimas de segundo a hacer una conversión al calendario gregoriano. No consigo acostumbrarme a ese sistema temporal, muy a mi pesar.

Cuando tengo que expresar en términos mensurables lo ‘embarazada’ que estoy -pregunta frecuente en el vecindario, en el transporte y en casi cualquier interacción social- suelo decirlo en meses. Lo que más he repetido esta semana a propios y extraños es que (ya) estoy de ocho meses. Lo de 36 + 3 se lo dejo a las embarazadas y madres que están en el ajo y al cuadro sanitario que vela por mi integridad -física al menos- y la de Big Julia.

Ocho meses. 36 semanas largas. Unos 250 días. Dos cuatrimestres.

En ese mismo lapso de tiempo Eric Moussambani Malonga aprendió a nadar antes de representar a su país, Guinea Ecuatorial, en los Juegos Olímpicos de Sidney 2000, según afirma Wikipedia.

Sí, pero que él ha estado en unas Olimpiadas y nosotros no...

Sí, pero él ha estado en unas Olimpiadas y nosotros no…

Me siento en una plena sintonía espiritual con Moussambani, o al menos el que fue hace 17 años.

La primera vez que vio y nadó en una piscina olímpica de verdad fue a su llegada a Sidney como parte de su selección. Antes Eric había aprendido a nadar y entrenado 8 meses en una piscina que medía la mitad que aquélla -imaginaos el vértigo– y supongo que había visto algún vídeo o fotos de nadadores en pruebas pasadas, en piscinas lejanas y reglamentarias.

Una fugaz búsqueda en Google me indica que no existe una afección denominada ‘síndrome de Moussambani‘, pero debería. Yo al menos tengo todos los síntomas que supongo padeció Eric, para mí el paciente cero, en el año 2000.

En mi vida me he visto frente a una piscina olímpica. Sé que son grandes, que son profundas, que hace falta fuerza y habilidad para hacerte unos largos con cierta dignidad; que imponen. La teoría piscinera la tengo controlada, sí, pero resulta que en un mes -probablemente menos- me voy a tener que poner a nadar porque me van a empujar hasta el fondo, por sorpresa, quiera o no, tenga o no pulmones para ahogarme, y en ese punto estoy.

Entre tanto, yo cumplí 33 años; no quiero pensar en cuántas semanas son...

Entre tanto, yo cumplí 33 años; no quiero pensar en cuántas semanas son…

Big Julia está ya lista para ser quien de facto me convierta en una pálida y asustada Moussambani y lo hará en menos de 20 días si los pronósticos son acertados.

Según las mediciones del obstetra y su interpretación de la última ecografía, va a ser grande -nunca olvidaré lo que significa un percentil 100– y ya está de cabeza, encajándose en mi pelvis, lanzando patadas periódicamente con admirable destreza para doblarme en dos del susto, esperando su momento.

Mientras ella se hace sitio y yo me transmuto en zepelín, dedico parte de mis días a decirles sonriente y sudorosa a los médicos que dejen de ofrecerme la baja porque hasta el día 1 tengo mucho que hacer, que para eso soy autónoma. Doctores, enfermeros y matronas varias me miran como si no estuviera en mis cabales y me dejan ir hasta la próxima, con la promesa de que, de verdad, el día 1 voy a parar y a dedicarme a prepararlo todo -también yo misma, que falta hace- para Big Julia.

Supongo que a Moussambani hubo quien le dio ánimos antes de los 100 metros libres de natación, y también quien se echase las manos a la cabeza cuando vio que se zambullía en la piscina olímpica, con un par, dudando de que pudiera acabar la prueba.

Si él pudo, yo también.